Es bien extraña la memoria de los hombres. Jerusalén está plagada de lugares santos pero los fieles de tales sitios no dejan de mirar al otro, al extraño, con cierta desconfianza.
Si el lugar santo nos diese certidumbre... Pero no, no nos basta. Verídico o no, cierto o legado por la tradición, el lugar santo es trinchera en la ciudad eterna de la paz, en la que no paran de caer los templos y el cielo único, hermoso, convierte la fe en muralla, cuando no en un arbol en llamas.
Miro y me basta saber que este es el lugar en el que todo ocurrió: la maldición o el milagro. Poco me importa si fue en esta baldosa o en la calle de al lado. Aquí comienza el camino del sacrificio y de la epifanía.
Lo mismo ocurre cuando viajamos a Galilea. El lugar es una belleza que no roza la fe. Importa la bienaventuranza y no el púlpito desde el que se enunció. Fue allí, sí, pero confundir la palabra con las piedras es algo que sólo los torpes humanos, acostumbrados a tropezar tanto con ellas, con las mismas, repetimos. Mineralogía aplicable tanto al mito como al logos: ¿por qué tropezamos tanto con la misma palabra?
Y Dios en la de todos.
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