Yad Vashem es el lugar. Un memorial que habría que recomendar a todos. Allí guardan los nombres -y con los nombres las historias- de todas aquellas almas exterminadas cuando la Alemania nazi decidió poner todo su potencial tecnológico e industrial al servicio de una máquina de matar judíos. Eran las mil fábricas de la muerte y sus campos, que los hornos cubrieron de ceniza.
Un millón y medio del total de 6 eran niños. Como María Eisen, encerrada en el getho de Varsovia. Su padre le hizo un regalo humilde aquel último cumpleaños: una muñequita de barro, del tamaño de un dedo, sobre la que también pasó historia. Alguien, años después, ha rescatado los fragmentos -la memoria es de barro- cuando ya era tarde.
Asusta pensar con qué facilidad el laboratorio de propaganda nazi plegó la moral de los soldados ante la eficiencia técnica, porque se resolvió como un problema técnico: la obsesión por cómo hacerlo se impuso a la conciencia del qué. Y sorprende cómo la irradiación de la maquinara goebbelsiana afectó a los alemanes y a otros muchos pueblos. No estamos a salvo de la mentira repetida hasta hacerla convincente.
El nuevo museo Yad Vashem es un hachazo en la montaña, como edificio. Dentro han conseguido que las mil reliquias del dolor causado cuenten una historia triste pero mitigada por la esperanza. Nos queda el bosque plantado en honor de los justos entre las naciones.
"Un país no es sólo lo que hace sino también lo que tolera", se lee en la entrada a una sala. Claro, nación es también carácter, como la Europa de hoy no debería olvidar. Y si resulta apabullante ver la inmensa librería -toda una cúpula de interminables anaqueles- que atesora las historias de las víctimas, es aún peor conocer el dato: allí está la colección incompleta, porque sólo se han recolectado los datos de 3,5 millones. Es decir, para dos millones y medio la Shoah hizo honor a su nombre: fue el aliento de una destrucción total. Queda la impronta de su dolor injusto, su ausencia... Como una brisa entre los olivos...
"Negra leche del alba la bebemos al atardecer
la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en el aire no se yace estrechamente allí." (Celan)
Lo siento por Adorno pero después de Auschwitz sí hay poesia. Debe haberla, más que nunca. Pero a diferencia de lo que ocurre en España, donde la mayor parte de los autores afirman hoy en día que es un género de ficción, tal vez sea la ficción lo único intolerable en la poesía. A ella sólo hay que pedirle ya el compromiso con la realidad de la palabra. Se trata de la vida, de saltar por encima del lenguaje mortífero, y no de otras causas justas ni de juegos u ornamentos con el lenguaje. Más que juegos hay que extraer los fuegos que esconden las palabras.
El otro. La vida. He ahí el memorial de los nombres. La muerte premeditada a nivel industrial se escondió durante años en las dobleces del lenguaje antes de sembrar Europa de campos de ceniza. Por eso ahora que ha pasado tanto tiempo y los eufemismos vuelven a adornar el parto de algunas naciones hay que tener extremo cuidado. No estamos a salvo de la mentira.
El lenguaje puede ser mortífero, como Celan sabía. Llamad a las cosas por su nombre, porque existe un lugar para todos los nombres.
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