27 de junio de 2006

Sefardíes en León

Se acaba de presentar en León, y está a punto de presentarse en Madrid, un documental verdaderamente impactante que cuenta un camino de vuelta hasta León de la cultura sefardí después de quinientos años. El filme realizado por el joven director hebreo Jack Matitiahu, contextualiza perfectamente la importancia que León tuvo para los judíos—yviceversa— desde el siglo III. Titulado «Sefarad. Caminos y vida (León. Reencuentro)», la obra relata, en un tono emocionante y en ocasiones poético, una historia que sentimos como nuestra.

Todo comienza con una moneda rescatada bajo el manto musgoso del tiempo en las excavaciones de Puente Castro. Aquellos expulsados en 1492 no lo fueron de un lugar extraño, o extranjero, sino de una ciudad y un barrio que tal vez habitaban desde 1.200 años antes y que hubieron de dejar, junto con sus muertos y su hacienda. Antes, aportaron su gran talento y su industria, sus libros —algunos tan fundamentales como el Zohar—, su heredad humana.

La vida continúa y el largo camino comienza. La diáspora judía nunca olvidará su «Espania» querida. Conservará su lengua —y sus refranes, como en el filme veremos— como si lo que hubiera ocurrido fuese la ruptura de una familia, una de las nuestras.

Previamente a la expulsión decretada por Isabel la Católica, se alentó la conversión a los judíos al catolicismo. Muchos, por tanto, se quedarán, convertidos, a veces de corazón y en ocasiones por necesidad vital, aunque siempre mantuvieron algunas de sus costumbres, como ascuas que la intemperie no lograba apagar. Familia truncada, pero unida por hilos invisibles que atraviesan la distancia, o el tiempo.

Volver atrás los caminos y encontrar la vida aquella, como una moneda enterrada, olvidada, entre el óxido del tiempo, aunque mantiene su familiaridad con nuestras manos. Así, por el documental desfilan hombres y mujeres de comarcas leonesas que mantenían los descansos del sábado, y otras tradiciones judías que también pervivieron entre nosotros cinco siglos. La vida es de ascuas cálidas cuando dos cantoras de la música sefardí, María José Cordero y Suzi, una de aquí y otra de allá, caen en la cuenta de que sus respectivas abuelas cantaban el mismo romance mientras cocinaban. Y ellas lo cantan igual hoy.

Vidas en el espejo de la historia y el tiempo. Por la pantalla pasan escritores, profesores, músicos, artesanos, niños y poetas como Antonio Gamoneda o Antonio Colinas... Todo un jardín de encrucijadas está expresado en esta hora y media de película de Jack Matitiahu, producida por su madre, la célebre poeta sefardí Margalit Matitiahu. Músicas y palabras antiguas que resuenan cerca del corazón.

Porque el reencuentro es un brindis por la vida, que sigue. Como si nada hubiese sucedido.

13 de junio de 2006

Doma de Clavileño

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Fáctico: 1. Perteneciente o relativo a los he-
chos. 2. Fundamentado en hechos o limitado a
ellos,
en oposición a teórico o imaginario (DRAE)

El caballo tendrá el nombre de un sueño, aunque en su etimología arraiga la materia, el leño, del que se hizo; así como el artificio, el mecanismo, la clave que lo mueve. Basta aferrar la clavija para que su jinete vuele a lomos de la imaginación, pero también, y por lo mismo, basta que su jinete arranque para que la imaginación de los otros cobre cuerpo y las chanzas y burlas meramente imaginadas se conviertan en pura y dura realidad. Porque existe siempre un riesgo cuando jugamos con la maquinaria que permite volar al pensamiento y arder la pólvora de nuestros deseos, de nuestros fantasmas, en todas las direcciones, ya que está prendida con las llamas de algún fuego interior e incontrolable. Por todo ello, el caballo, sin duda, tendrá nombre de sueño.

¿De dónde surge Clavileño? ¿Viene esta criatura directamente de la Guerra de Troya, como se teme Don Alonso Quijano, quien por una vez recupera en un destello la lucidez de sus antiguas lecturas e intuye que el ingenio que se le muestra bien podría ser una trampa, en la estirpe del caballo troyano, cuya panza estaba repleta de enemigos y supuso la ruina de Ilión? Algo de verdad habría encontrado Don Quijote en ese rapto lúcido si hubiera seguido adelante con sus pesquisas, pues el vientre de Clavileño estaba repleto de crueldad pirotécnica; la que después del vuelo, quién sabe si real o imaginario, les hizo morder el polvo de verdad a él y a su escudero. Porque a veces los sueños más altos tienen el mismo sabor de la tierra.

Paladión llama Don Quijote al caballo troyano, confundiéndolo, como era común en la época cervantina, con la estatua de la diosa Atenea que guardaba la ciudad homérica, aunque pocos en aquel tiempo sabían que la imagen del Paladión representaba en realidad a la joven Palas, una amiga de la infancia -y casi gemela, por su apariencia- de la diosa griega. Además, muchos desconocen que la estatua la había realizado la propia Atenea con sus manos, como una especie de penitencia olímpica. Porque Palas murió atravesada por la divina lanza de su amiga cuando Zeus la cegó durante un duelo amistoso, asombrado y temeroso del potencial de su parecido con la diosa. Hay un juego de espejos que anida en este mito griego y que cabalga bien sobre los lomos de nuestro caso.

Como en un espejo, la realidad y la imaginación intercambian a menudo sus papeles y el hombre es una criatura ciega en este juego, sin que sepamos cuándo nuestra ceguera es la lúcida o cuándo la sombría. Y si un dolor de diosa hace una estatua perfecta, el Paladión, ¿qué fantasma no erigirá un humano esculpiendo con su dolor? ¿Y qué hace la imaginación de los hombres sino esculpir fantasmas y moverse entre las sombras de nuestra conciencia, que sueños y pesadillas alimentan de modo parejo? Así creamos fantasmas que jamás alcanzarán a ser del todo en lo real o que no acaban nunca de esfumarse del todo, como el sueño más pegajoso de los párpados. Por ello siempre estaremos indecisos: ¿molinos o gigantes? Dudas reales. Bendita incertidumbre.

Pero volvamos al caballo Clavileño. ¿Adónde nos lleva? No al reino de Cendaya, como prometiera. Sin duda, sus alas rozan las más altas esferas del cielo desde algún punto inmóvil, aparentemente inmóvil, puesto que la inmovilidad absoluta no se da en nuestro universo. Pero es capaz de arrastrar a sus jinetes al lugar en el que nunca les hubiéramos supuesto. Porque Sancho disparará –disparatará casi- su imaginación y jurará haber visto la tierra diminuta y las estrellas tan de cerca que las Pléyades se arrebañan ante sus ojos. Don Quijote, sin embargo, se tienta la locura nada más bajarse, como quien duda si ha perdido la cartera. El Caballero de la Triste Figura ve tan lanzado a su escudero que tiene que dar un paso atrás para encajar la que parece su propia caricatura. Desconfía del delirio de Sancho, hasta entonces un hombre práctico, de palabra siempre pegada a la realidad del alma concupiscente, pero por otro lado no puede desautorizarle porque sería como tacharse de loco a sí mismo. Y aún es pronto para eso.

Y si Don Quijote desconfía al ver a su escudero dopado por la aventura, lo que le ocurre a Sancho, en realidad, es que mentalmente ya se apresta para el gobierno de su ínsula y por ello quiere alejarse de una imagen, arrastrada por todo el libro, de personaje manco de imaginación e ingenio si se compara con su amo (a pesar de llevarse no menos palos reales que él, por supuesto). De tal modo está todo tramado que el caballo podría haber sido Baratario y la ínsula Clavileña. Tanto invierte Cervantes los papeles aquí que Don Quijote se ve en la obligación de juramentarse con Sancho y concederle la credibilidad de sus visiones si el escudero aprueba los relatos increíbles que trajo el caballero de la Cueva de Montesinos. Como si un disparate menor pudiera dar carta de lógica a uno mayor en el mundo real. Un mundo de disparates. ¿Les suena?

En fin, dos hombres, a su manera locos, montaron en el caballo de leño volador con el buen fin de salvar a unas mujeres de su horrible y barbudo hechizo. No conocen a Occam y no andan buscando -ni rehúyen- reyerta con su célebre navaja, de modo que en lugar de pensar como la hipótesis más probable que les estén gastando una monumental broma –o a sabiendas, como apuntan las dudas iniciales de Don Quijote-, prefieren entrar en aquel misterio de los encantamientos y hacerle frente a ciegas, con los ojos vendados. Porque el misterio en el que creen es en verdad el de la imaginación. A pie juntillas, hacen posible que pueda repararse el daño de las damas y vencerse al gigante Malambruno, todo en un solo viaje. Mientras tanto, la reducida corte les azuza, les contempla y participa entre risas de este engaño que quiere abusar de la buena fe y de la locura –la de uno por demasía de letras, la del otro por todo lo contrario- de estos dos hombres. Pero, nada más arrancarse, un caballo imaginario –cualquier caballo imaginario- se desbocará...

Por tanto, ¿es contrafáctica la imaginación? Nos sentimos tan seguros y abrigados por nuestro bienestar que hemos llegado a dudar del carácter factible de nuestro ingenio y, por ende, desterramos como algo infantil el barrizal de la imaginación. ¿Desterrar el barrizal? Suena a juego de palabras. Puestos a modelar, a inventar –incluso crear, que siempre resulta más ampuloso-, qué mejor materia que ésta, dúctil y sencilla, de la alfarería. Al fin y al cabo, ¿no es barro cantarero el pensamiento? ¿Por qué tendemos a tranquilizarnos diciéndonos que nuestras invenciones, ingenios, creaciones, suceden en un lugar distinto, del cual la realidad fáctica de los hechos nos mantienen a salvo?

Pensamos que la broma imaginada ningún daño puede hacer. Y tanto que nos conviene, puesto que así creeremos que lo imaginado tampoco podrá alcanzarnos a nosotros y es, por así decir, intangible lo imaginado, como si fuera propio de los sueños, algo que se espanta con la luz o con frotarse los ojos. Pero es que hasta el libro del ingenio que es el Quijote nos afecta e incluso se dice de los españoles que somos, cuando no Quijotes, unos Sanchos. Algo hiende la realidad desde aquello que un hombre imaginó. Que se lo digan a Sancho, que anda rehuyendo tres mil y trescientos azotes en sus reales, que debe aplicarse para terminar con el encantamiento –falaz, puesto que él mismo lo ha inventado- de la bella Dulcinea. No vale la pena resistirse. Somos presa de nuestros artefactos. Y la imaginación no es un artefacto inocuo.

Así que, ¿es contrafáctica la imaginación? ¡Pobres de nosotros si seguimos literalmente el diccionario! Ahí está la criatura imaginada, Clavileño Alígero, llevando por las altas esferas celestiales a Don Quijote y –no lo olvidemos- más lejos a Sancho, mucho más allá de lo que Rocinante o el rucio les pudieron transportar. Aunque nosotros nos sintamos a salvo detrás de las murallas del sentido común, el uso y la costumbre; o junto a las almenas de la cortesía, donde reina la urbanidad; aunque el lector se ría con la broma y protegido por los barrotes de líneas de las páginas, haga suya la diversión de la Trifaldi y la del duque y casi se permita sentir pena por los dos aventurados, todo parece indicarnos que no estamos tan seguros. De la “cárcel” de los libros han escapado criaturas mejores y aun peores que nuestros sueños. Si la civilización mantiene erguidas las defensas incluso en el diccionario (cuando añade a limitado por los hechos ese “en oposición a teórico o imaginario”) ello significa solamente que el exterior nos asedia. ¿El exterior?

El inocuo artefacto que pudiera ser la imaginación ha sabido explicarnos el mundo a través de los siglos, con paganismos, gnosticismos, platonismos y, hasta si me apuran, totalitarismos. Si no hay utopía que no haya sido imaginada y que nada más realizarse no haya contraído grandes deudas de sangre. Así que la imaginación no es aséptica como el topos uranos de las ideas, sino que mancha como un barrizal ensangrentado después de una batalla, o mil batallas.

Qué rara vez miramos ya con franqueza a nuestro alrededor. No podemos permitirnos dudar, aligerar la marcha o detenerla por un momento para repensar el rumbo. Tomamos un camino en aparente albedrío y no podemos ni concedernos una duda sobre el sentido de nuestros pasos. Porque confiamos en leyes que presuponemos duraderas y salvíficas, normas escritas y tradiciones veneradas que en el fondo mediatizan nuestra visión de lo real. Es como si nos mantuvieran a varios palmos del suelo, exactamente, o casi, como volando a lomos de Clavileño, montados a horcajadas o a mujeriegas en nuestros propios prejuicios, soñando que volamos por la realidad, por lo que todos aceptamos como única realidad. ¿Y entonces? Entonces a veces nos caemos del caballo también nosotros y podemos aprender a pellizcar la piel de lo real, que es sólo un trampantojo.

Así que, a varios palmos del suelo, como sobre los duros lomos de Clavileño, estamos ciegos y llegamos tan solo a sentir el fuego que alguien nos pone delante de la cara y no de broma. Un gran apagón nos devuelve a la edad de piedra, sin máquinas, sin calefacción, sin móviles; un huracán nos rebaja los humos y de un soplido descomunal arruina e inunda nuestras casas y nuestras cosas, por bien que las creyéramos cimentadas en la realidad que limitan los hechos. Y un avionazo de odio –el odio también vuela- derrumba nuestras torres. Pero no necesitamos ni siquiera estar bajo un ataque. El huracán de Nueva Orleans barrió el pasado verano de 2005 la civilización en diez minutos. A la tragedia, contra la que apenas se puede luchar, siguen saqueos espontáneos y la tiranía de bandas armadas que imponen su ley sobre las víctimas. Así que todo lo que cimenta la convivencia dura diez minutos, en realidad, incluso dos mil años de civilización. Ocurrió hace bien poco en una capital del imperio, no en las lejanas fronteras bárbaras. ¿Qué nos quedará, entonces?

Hay una fotografía de Cartier Bresson, realizada en Sevilla, en 1933, preludio de una guerra. En un callejón en ruinas, varios niños juegan y se ríen cruelmente de un pequeño lisiado –como Quijote manco de cordura o Sancho cojo de pobreza e ínsulas- y el muchacho en cuestión corre desvalido con sus muletas, tan veloz como puede, medio llorando, pero diríase que en realidad está volando con la imaginación lejos de aquella hostilidad hacia a los brazos de su madre, o a algún rincón tranquilo; a lo que para él, y para nosotros, pudiera parecerse a la civilización. Esas muletas son también Clavileño. Y no sabemos hasta qué punto todos las necesitamos, aunque no estemos lisiados físicamente.

¿Para qué sirve la imaginación, entonces? Para reconstruir aquello que dinamitamos y no sabemos devolvernos. Para sobreponernos a las trampas y las predaciones, para poder mirar nuestra propia realidad y no sólo la realidad. Para superarnos, para creer que podremos hacer lo que, sin esa herramienta, sin esa ebriedad, nunca lograríamos. Para volver a soñarnos como hombres, al punto, cuando todo alrededor nos niega nuestra verdadera condición. Y por eso, sólo por eso, el Quijote de Orson Welles le dice a Sancho aquello, más allá de sus propias decepciones y la extrañeza de haber conocido en los límites a su escudero: “Sancho, la luna está muerta y tú te has convertido en un soñador”.

Solamente una vez más, en el lecho de muerte del Caballero de la Triste Figura, intercambiarán sus papeles él y Sancho, llegando a pedirle Don Quijote perdón al escudero por haberle hecho “parecer loco como yo”. Lo dice quien ya sabe, como Nishitani, que somos seres luminosos que se asoman levemente en la penumbra de la nada, en el borde de lo efímero (“ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”). Pero a ello Sancho le responderá -sí, recordémoslo- con la defensa mayor de la imaginación, la más emocionante hoguera de sueños que pueda contener este libro de Cervantes. Y lo hace Sancho para vivir, para seguir viviendo, para ser hombre al punto. Y para dejar de serlo, Don Quijote hizo lo propio al cabo.

5 de junio de 2006

Hoja de rata
Hoja de reta
Hoja de rita
Hoja de rota
Hoja de ruta

Análisis del proceso de paz
de pez
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de poz
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Trengua

Alto el fuego de boquilla