Una escritura y el rumbo de las cosas. Mensajes en botellas reflejados en los ojos de alguien. ¿Tus ojos?
20 de julio de 2005
Visión del realismo
Johannes (protagonista de "Ordet", Dreyer, 1955) enloqueció leyendo a Sören Kierkegaard. Luego hizo su milagros
El animal parlante que somos piensa que las palabras pueden pesarse con distintas balanzas, cuando en realidad no es así. No existe un mundo místico, ni poético, ni grandioso separado por un cortafuegos del mundo "real" y prosaico. Ni el poema está separado del insulto por por el filo de ninguna aleación de metales morales ni la procacidad está separada del misterio.
La primera añagaza de quienes debilitan el valor de las palabras suele ser la distinción, la discriminación entre unas y otras, entre las palabras poéticas y las mercenarias, entre las que se lleva el viento y las que la imprenta registra para los espejismos de la posteridad, entre las que mojan pan en el chapapote político o el de la prensa cordial y hepática y las que salen de la Academia, que se suponen ya limpias, fijas y rebosantes de esplendor. La cuestión del peso y el valor de las palabras pende siempre y únicamente de nuestra conciencia.
Precisamente, es en el Libro del Esplendor, el Zohar de Moshé de León, donde figuran las palabras en su mayor desnudez esencial, porque nombrar es crear; «combinar y permutar letras es generar un movimiento interminable, una fuente continua de vida». El Zohar, libro sagrado para los hebreos que fue escrito por un judeoespañol, relata cómo «en el Principio fue la Palabra», porque el mundo surgió de las veintidós letras y diez números del alfabeto hebreo: «las letras con que el cielo y la tierra fueron creados». Si observamos el tríptico de El Jardín de las Delicias de El Bosco con las tapas cerradas veremos en la parte superior de la tapa izquierda a Dios en el momento de crear el mundo, con un libro sobre las rodillas, que contiene, claro, las palabras de la creación, las del Zohar.
La Creación del mundo en las tapas de el Jardín de las Delicias
Cábalas aparte, muchos piensan que pocas veces la palabra ha valido menos que hoy porque la gente niega sin dar ninguna excusa lo que dijo el día anterior, y también por el uso de eufemismos, uno de los pocos campos en los que nuestra civilización ha llegado a ser virtuosa. Por eso cabe recordar aquí la maravillosa pelicula de Dreyer, titulada Ordet (Palabra) -reestrenada en España estos días, donde el gran director danés se empeñó en relatarnos el poder milagroso de la palabra a través de una resurrección. Estremece esta película de veras a quienes la contemplan, porque confronta precisamente el valor neto de las palabras y su bruta utilización moderna en nuestra mente.
Pero lo más interesante es que Dreyer nos deja claro que el mundo de las palabras es uno, santo y pecador a un tiempo, que diría San Agustín. Hay que decir que el director danés era un ser inteligentísimo y discreto que, como quien no quiere la cosa, a menudo decía verdades como puños. Y una de las más impresionantes que recuerdo haber leído fue la revelación de que yerran quienes buscan la mística en un mundo sobrenatural. Escuchar esto a mí me abrió los ojos.
Para él no hay diferencia de mundos -es como discriminar entre palabras con añagazas- porque no existe un mundo parecido al surrealismo en el que la mística existe. Dreyer creía a pie juntillas que la mística, o el misterio que buscaba con sus obras, era el verdadero realismo. Conviene repetirlo para su comprensión total: el verdadero realismo.
Porque, ¿quién tiene la patente de lo que es la realidad? Cada uno mira el mundo como puede o le parece. Lo que no es lógico es que nos cueste tanto comprender que siempre miramos el mismo mundo. Si la mística está incluso en el erotismo, si lo sagrado se encuentra en la naturaleza, incluida la naturaleza humana, en perfecta vecindad con la crueldad o el humor negro.
Somos puro aluvión, la conciencia es agua turbia y nuestra mirada, a veces, sin embargo, nos esclarece. La pureza no es una cualidad inhumana. No permanece dentro de urnas de cristal. Si está en algún lugar es dentro de los humores acuosos de nuestros ojos.
Como dice el Tao, hay que aprender del agua, ser humilde donde los haya, que no tiene forma sino que adopta la de quien lo contiene, que está dispuesto a entrar en los lugares que nos parecen impuros.
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1 comentario:
El segundo relato habla de un hombre al que le encanta escucharse y de una mujer con tan poco amor propio que es incapaz de mandarlo a paseo. Mañanas distintas... Thanks
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