30 de marzo de 2006

Rusia en el Guggenheim: unos ejemplos a modo de matriuska

Andrei Rublev pintó este profeta en los años finales del siglo XIV, un icono lleno de serenidad y humanidad que puede verse ahora en el museo Guggenheim de Bilbao en la exposición sobre ochocientos años de la historia del arte ruso que demuestra, una vez más, las raíces espirituales de nuestra cultura. Rublev, inmortalizado en la película de Tarkovski como el Artista, mezclaba su vida y su pensamiento en sus témperas monacales y puso en pie la nueva visión del mundo que Rusia aportaría a la humanidad. No está tan lejos de nosotros.

Estalla la Primera Guerra Mundial y su efecto devastador hiere a Rusia. Kuzma Petrov-Vodkin quiere pintar una imagen atemporal de la belleza y el poder femeninos y mira a su tradición, a los iconos, pero con lenguaje moderno. La tradición cristiana llama a esta imagen de la Virgen en ademán conciliatorio "Madre de Dios de la Ternura hacia los Corazones Pecadores".



Mientras el Turco luchaba en los Balcanes, Rusia atacaba a los otomanos en el norte. Vereschagin, herido gravemente en esa guerra, pinta una escena de la que fue testigo: un regimiento al completo pereció en un ataque -erróneo como se ve- en campo abierto. Esta imagen del funeral absurdo en un campo sembrado de cadáveres desnudos que apenas aparecen entre las yerbas molestó al poder del zar. Alegato antibélico de 1878, que por entonces vivir valía poco. Pero ya no hay sombras, solamente fuimos luz y somos viento un día y desde entonces.


En la piedra está escrito: "Si sigues adelante no sobrevivirás; nadie puede pasar, ni a pie, ni a caballo, ni volando". El pintor Vasnetsov representa al melancólico caballero "frente a un camino recto", aunque titula el cuadro como "Guerrero en la encrucijada". Los cuentos y epopeyas populares rusas nos ponen ante la inmensidad de la estepa, del yermo del presente, como eran por entonces las pérdidas terribles de la guerra ruso turca de 1877-78 y el agravamiento de una situación indefensa y humillante del pueblo bajo el estado zarista.
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Cuatro siglos nos contemplan, entre esta cabeza de Salvador del XVI y la cabeza de campesino de Malevich, en plena efervescencia de las vanguardias del XX. Así es el diálogo del creador con su pasado, que lo conoce y lo actualiza como algo vivo. Cristo es hijo de carpintero al fin y al cabo, ¿no? así que no nos extrañemos por tantas similitudes. Quien haya de salvarnos algún día -de qué, de quién, quizá de nosotros mismos- tal vez tenga un rostro distinto, pero representa lo mismo.


Está claro que Robert Capa captó en Cerro Muriano un gesto de la muerte que han repetido en la historia de los hombres millones y millones de soldados, como este ruso blanco en Samarcanda, que acaba de recibir el impacto de una bala en el costado, ha dejado caér su fusil y se encamina en sus últimas zancadas a la muerte. Miliciano el español, zarista el ruso que ha combatido al otomano, la guerra es un espejo en el que los hombres se miran y se muestran lo mejor y lo peor de lo que son capaces. Una vez más Vereschagin, que realizó el lienzo a partir de un boceto tomado en el frente, sabe de lo que habla perfectamente, y por eso lo cuenta. El dolor, la iniquidad, el infinito vacío sin sentido a unos pasos de la muerte.

Estas dos personas que se han encontrado vienen por caminos tan dispares que parecen dos seres de diferente planeta. Sólo les falta la escafandra. El caminante de Giacometti pasea en su delgadez la tradición del arte moderno que algunos dirán que arranca en la pintura rupestre, pero que corre sobre todo durante el siglo XX por las venas de las vanguardias, el simbolismo, la libertad expresiva y la investigación de los límites. Don (Lenin) Vladimir Ilitch Ulianov procede de otro centro de poder con menos misterio que las cavernas y sus cazas ancestrales, pero con una idea clara de dominio sobre la realidad, aunque la realidad sean los otros y se resista. Al final, los muros caen y quien caminaba se halla por fin frente a quien esperaba plantado a que la historia acabara dándole la razón. Ni lo uno ni lo otro. Y si hay algo que esta escultura de Sokov demuestra, antes de que la línea recta no es el camino más recto entre dos puntos, es que la sonrisa nos hace inteligentes. Así que reímos más de lo que pensamos.

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