Hay que matar la saudade, como ha dicho António Homem Cardoso, amigo al que no veía desde Ryad, hace tres años. Matemos la saudade cada día, no renunciemos a hacerlo, como si la sentimentalidad fuese un añadido perfecto, necesario para ser hombre. Pessoa contesta al periodista que le pregunta por la huella romana en nuestra cultura: "¿Romana? Yo sólo conozco ideas griegas y ruinas de Roma".
Pues eso, vivir en presencia del dios Griego, la alteración intensa de la realidad, la fugacidad puesta en fuga, a su vez, delante de los ojos.
Un pez, verduras y algo de queso fresco con mermelada de calabaza. Y conversar bajo el viento infinito del Atlántico, que trae las voces y los miles de rumores que las olas mezclan o decantan.
Palabras que vienen, como el vino, hasta la boca, con un sabor extraño que olvida las tormentas, con regusto de tierra y de madera.
Las nubes son gigantes y sombrías sobre el mar al oeste. Nos miramos. El tiempo ya se acaba. Para recordarnos, para no olvidar lo que somos, hay que matar la saudade. Es como un brindis por la vida, que huye entre la luz como el agua que cogemos con las manos.
Qué extrañas las liturgias de la soledad.
Mirando al mar oscuro mataré la saudade. Para que viva en mí.
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