"En la pequeña historia de mi alma", dice Nishitani y pienso en cada uno, en Van Gogh, claro; y en la historia de la suya. Los olivares me han atravesado, me hicieron volar hasta la realidad, extrayéndome de ella.
Ir a ninguna parte es un viaje maravilloso. Al sur de Francia o al siguiente autorretrato, pequeña historia de mi alma, con tantos hitos como pentimientos.
¿Qué cambia, en realidad, su muerte? Creo que nada, aunque aproximarse a las obras de julio de 1890, cuando se disparó, te llena de una carga extra de compasión. Porque sufrir es también un color, que niega la Academia. Explicar a Van Gogh fuera de su genio, de su rareza, de su patología tan traída y llevada, convierte su mirada en verdadero reto. Si los árboles hablan, y él los pinta como vida casi hirviendo, ¿por qué tanta soledad?
Árbol caído el pintor también, hablando su color, sus trazos, sus trozos, para que despertemos. ¿Qué dicen los árboles? Que todo es vida y toda vida es muerte, que el camino arriba -cielo que azul arde- y el camino abajo -la yerba, los troncos, la irrealidad del suelo como límite a la luz- son uno sólo y el mismo.
La realidad, ¿cómo se pinta, cómo se escribe? Tal vez algo borrándonos, un paso a cada paso, tal vez con algo exótico, ajeno, o alguien que llevamos de la mano. Tal vez callando para lanzar piedras como palabras a un agua que intuimos, que muy pocos conocen; que muy pocos se convencen de que existe.
Ni el que tira.
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