Tengo un balcón al mar. No ha amanecido aún. Hay cierta claridad que se adivina, fosforescencia que persiste en las tinieblas. El mar de invierno rompe. Palmeras agitadas, rocas sacudidas por las olas y el viento resuenan en la noche y vibran en los cristales. La luz de la luna da frío. Sostienes la mirada. Intuyes barcos a lo lejos tratando de abrazar la oscuridad con redes inútiles.
Un rato más, unas horas más, y la claridad comienza a abrirse paso por un hueco anaranjado entre las nubes. La claridad no está en el pensamiento. La superficie de la mar se alisa como una sábana plateada.
El viento se detiene. Una hilera de pájaros vuela luminosa y rasante sobre las aguas. La lluvia se aleja sobre el mar, se derrama por el horizonte, entre las arquivoltas luminosas, grises de las nubes.
Tengo un balcón al mar, en el hotel. En un hotel, junto al Mediterráneo. La soledad humea como una hoguera apagada; recuerdas las conversaciones, la víspera, de alcohol y tertulia literaria. El pesado nos relataba su propio ego-tour, excursión extra que no venía incluida en el paquete del viaje. Se vuelve insoportable, lastimoso, porque no comunica nada verdadero de sí, sólo se pavonea: prácticamente, vinieron a pedirle por favor que escribiera aquel libro; prácticamente, se dedica a la literatura contra su propio destino; prácticamente, sus libros los recomiendan en la tele algunos tertulianos en fila de a dos. Tanta fanfarronada inane, casi hasta el desmayo, monólogo de Maruja... Mallo. El relato alcanzó el patetismo de los hospitales y los decesos y entonces un Caballero andaluz, entrado en años, el Caballero palmea fuerte la mesa, que resuena como un ¡no aguanto más! por todo el bar: "Señores, me tengo que ir a la cama".
Y yo. (Aunque las copas no se habían rendido a los gaznates, no)
Arriba, en el pasillo, las risas resuenan más que las pisadas. Ojalá ser como el argónida, espíritu libre, y no guardar paciencia para tamaños ejercicios de egotismo.
El día estalla en luz sobre la ciudad costera, semivacía a estas alturas del año. El mar vuelve a sus cosas y a sus costas. La hoguera ya no humea, no salen más palabras del recuerdo de la conversación o la memoria se apaga entre la lluvia que, a rachas, retorna.
El taxi y el avión. Todo regresa. Incluso la sarcástica sonrisa al revivir este episodio por encima de las nubes. Nada importa demasiado. Ya sólo queda un recuerdo del mar, la claridad antes de amanecer y la intuición de no ser entre las sombras.
La impresión de haber soñado todo, desde el primer día. De ser un ente imaginado, una ficción, un juego de brillos confusos. Tal vez baste con dormir para borrar la amenaza de ese mar que siempre oscila con la luna.
Tal vez, sí, debamos cerrar los ojos...
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