31 de marzo de 2007

La ampliación del Museo del
Prado de Rafael Moneo


Toda arquitectura es, antes, un sueño. Algo que imaginas. Un lugar habitable, para llenar con la mirada. Primero sueño, después albañiles silbando, cúmulo de ruidos y ladrillos, y luego polvo de yeso y luz llenando las estancias aún vacías.

El edificio en cuestión es un lugar donde la luz baña un claustro y se tamiza hacia el interior de la tierra, por el lucernario; un lugar donde un viejo ábside se erige centro de gravedad, por su volumen y por las pinturas que sus muros sustentan. Un lugar que extiende la naturaleza desde antiguos jardines a la fronda petrificada en unas puertas de bronce...

Ábside y claustro, parece que hablemos de un templo, pero es el Prado del siglo XXI. La idea del arquitecto surge de un juego de espejos. «El haz y el envés», nos dice. Y los espejos se miran: el ábside se proyecta en el claustro y, en el medio hay un jardín de boj, domado, con dureza geométrica, que dibuja caminos ciegos apuntando al ábside, justo donde están las grandes obras Velázquez.

Moneo explica que el público accederá desde el Museo, precisamente, por la sala basilical, (la de paredes rojas de la fotografía) que está debajo de la sala XII de Las Meninas. Se pasa al vestíbulo, una cuña iluminada por ambos extremos que termina en un cañón cuadrado por el que se ven las copas de los árboles del Jardín Botánico.

De lo más elegante son las salas de exposiciones temporales, sobrias formas y con el suelo de madera de roble. Se sitúan 12 metros bajo el lucernario que hay sobre el claustro. Una de ellas recibe luz natural, y soporte, por una linterna. La otra tiene columnas en el centro. Según Moneo, «el protagonismo es del perímetro en una (nuestra mirada rodea las columnas) y en la otra del centro (los ojos no pueden separarse de la linterna, mágica)».

Otros 6 metros debajo, se encuentran los almacenes donde el Prado podrá guardar los cuadros de su colección que no se muestran. Son enormes y podrán ser visitados por expertos. Desde allí, un montacargas capacitado para elevar 9.000 kilos y en el que cabe "Carlos V en Mülberg" nos conduce a las plantas de arriba, donde se sitúan los talleres de restauración y el gabinete técnico, el lugar en el que los cuadros serán reparados, desnudados y estudiados.

El nuevo gabinete de dibujo y grabado es un lugar asombroso. Forrado de madera, suelo, lienzos y techo, sorprende al entrar, por la ventana cuadrada que da al jardín de boj. Es el mismo vano que, bajo cota, apunta al jardín botánico al final de la cuña. Hay rimas por doquier y ésta es una de las más sutiles.

Subimos por unas escaleras mecánicas al centro espiritual del nuevo edificio que es el claustro, restaurado pieza a pieza, bañado por luz natural desde el lucernario: «Es una pieza más del museo», dice Moneo, «y de primer orden, porque muestra cierta dignidad crepuscular del arte que nació en tiempos de los Habsburgo. Y aquí se instalarán las esculturas de los Leoni, retratos de los Austrias soberanos, de modo que estará ocupado por sus fantasmas».

Fantasmas y sueños, eso es la arquitectura, en el inicio y en los vestigios. Hoy podemos imaginar el Prado lleno de otros sueños, los cuadros y los pensamientos de quienes los contemplan. Pero el escenario está preparado, hermoso y contenido, con la fe en el futuro que todo sueño demuestra y con la delicadeza de incluir los vestigios de la piedra antigua, roto el cordón umbilical del claustro son su tiempo, pero vivo también en nuestros días, dentro del museo.

Al fin y al cabo vivimos contando vueltas al sol: años; la tierra no deja de ser un claustro alrededor del que giramos bajo la luz de un gran lucernario. Y el tiempo se desliza hacia el pasado, mientras seguimos construyendo en el aire nuevos sueños.

Precisamente para este viaje en el tiempo parecen hechas las puertas de Cristina Iglesias, barrera vegetal de bronce, fronda petrificada, entrada mágica.

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