10 de abril de 2006

Sicut dolor meus

Eh, vosotros, los del camino,
atended, mirad
si hay un dolor semejante al mío.
Atended, gentes del mundo, y mirad este dolor.
Si hay un dolor semejante al mío.

(Lm. 1, 12- responsorio de tinieblas)


El Museo del Prado vuelve a exponer en sus salas la Crucifixión o Calvario de Juan de Flandes, una de las mejores compras de los últimos años que, singularmente, vino a cubrir una laguna de su colección, puesto que los cuadros del autor que el Prado tenía no son comparables ni en calidad ni en importancia, según admiten los expertos. Ahora a sido restaurado y muestra su esplendor.


La oportunidad de verlo el pasado viernes en el taller de Restauración, junto a Clara Quintanilla y Pilar Silva -responsable de la restauración y conservadora-jefa del Departamento de pintura flamenca, respectivamente-, fue uno de los más emocionantes encuentros con una obra que recuerdo. Con sus explicaciones llenas de entusiasmo ante los detalles de la obra, el cielo y el paisaje maravillosos, llenos de misterio, son como los de aquel pequeño Mantegna también del Prado que una vez tuve la suerte de apreciar gracias a las explicaciones de Cristino de Vera. El entusiasmo es una guía perfecta para la sensibilidad. La educación estética tiene mucho de felicidad contagiosa. Cuanto más miramos las obras así recibidas, más nos interrogan. Las veladuras con que fueron concebidos estos paisajes hacen visible la luz, encarnan un esplendor que, tal vez vivo, tal vez imaginado, anidó en la mirada y que, siglos después, aún late.

Se hacen reales los paisajes, a medida que se contemplan. Nos meten dentro de la pintura, como si nuestro espíritu no fuese más que otra aguada veladura gracias a la cual pudiéramos aclararnos con todo. El espíritu también está hecho de paisajes, y puede identificarse con ellos, porque se aquieta como lago, se abisma o acantila en la mirada o la pesadumbre, se enerva abrupto a veces y se deja mecer como un trigal ¿de Millet? En la mayor lejanía se azula, se borra, como nosotros al fin.

Ser capaces de aclararnos. La obra nos transfiere no sólo su valor icónico, el Calvario, la muerte, la de Cristo. Es también bálsmo para nosotros. El hombre y la divinidad mezclan sus pigmentos en estos lienzos fabulosos, en la mirada al mundo de un artista maduro, rico en peripecias y tal vez cansado; un hombre que se acaba, pero capaz de sintetizar con la pericia -esa malicia de herramienta usada que adquieren el pintor y el pincel- muchas cosas sumergidas en los limos de su viejo corazón. Por eso están los pájaros, los troncos cortados, y las mil meticulosidades flamencas en este cuadro monumental y castellano. Ponen acento a nuestros pensamientos.

Conviene limpiarse bien los ojos después de contemplarlo, al salir de nuevo al mundo, para ver las cosas brillar en esa luz que, en el fondo, es lúcida y real. No es fácil renunciar a separar un ápice las visiones y el mundo. Sólo existe realismo, como decía y pintaba Dix; como dijo o filmaba Dreyer; o como escribían lejanos Lezama y Pla.

Hoy precisamente presentan el libro del catalán con sus crónicas parlamentarias de la II República, el mismo día que se presenta el Calvario del pintor de la reina Católica. Qué coincidencia, ¿qué tendrán que ver?. Veladura tras veladura, uno acaba aprendiendo a intuirse en el paisaje, a conocerlo y hasta a imaginarlo. Lo veremos.

Recuerdo que leí que un franciscano, hijo de esta luz, sin duda, le dijo a Ezra Pound cuando vino a España a preparar su tesis sobre Lope de Vega aquello, que seguramente Pla suscribiría, de que "aquí hay muy poca religión y mucho catolicismo".

Así que a seguir soñando con el realismo, si es posible.



Fotos: cortesía del Museo del Prado

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