18 de septiembre de 2004

Pasado reciente

Venecia, 1995. Palacio Ducal

Bruno y Casanova colgaron en sendas jaulas de las salas del Palacio Ducal (la de los Diez del Consejo). Al montador incorregible lo mirarían como a un animal extraño y lejanamente envidiado o admirado.
De Bruno, ¿alguien entendería el fuego que ahogaba su inteligencia?
Mayor descubrimiento la respuesta de Galileo a sus jueces, la de un niño al que su padre ha regañado.
Y Venecia se hunde lentamente, arde en su luz dorada. Te jodes. Eppur si muove


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Luna de miel

Todo lo que perdimos -la maleta- ha sido con bien hallado... Si quieres hallarlo todo, no quieras hallarte en nada... Y todo aquello que hubiéramos hallado -los estupendos gnocci, las vistas desde el Campanille, las salas del Consejo- todo eso está perdido para siempre.


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Entramos en el Ospedale della Pietà y oímos un concierto de Vivaldi, por casualidad

¿Como decirlo hermosamente? Nos queda el sonido que llena el aire de la casa de Vivaldi, el Ospedale della Pietà, nos queda su música hallada cuando nada buscábamos, su concierto, la flauta, el fagot y la cuerda llenos de belleza. Pudimos ver, por el rabillo del ojo, al tozudo Haendel de Alejo Carpentier, asomado para escuchar al Prette Rosso y su concierto barroco.
En la grabación pirata que hice, toda la orquesta suena como una “glass armonica”, porque en el templo había demasiada reverberación. Ésta es la música que soñamos en la chiesa de Vivaldi. El resto es obra de la apagada luz, el sonido de las olas, el vértigo dorado hacia la noche, los idiomas aliñando la ensalada de calles sin más salida que la imaginación.

Porque la mente también cabecea como una góndola, signore, hasta la muerte, algo que llamamos duda, grazie, no, algo que al final será un rumbo.
Suena un bandoneón circa del Ospedale y eso es también Venecia: un gran y hermoso engaño, la vida, que nuestra cabeceante góndola, sin un minuto de descanso, por las aguas del día, de la noche o del sueño, por murmullos y rumbos y derrotas, atraviesa.




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Volando a Atenas, fuente de los sueños. Marzo de 1998

Puede que en estas hojas esté todo lo importante. Y el resto no sea silencio, sino quizá la vida. El hijo crece, intenta sus palabras, quiere nombrar el mundo y estas hojas reúnen palabras mías, busconas perdidas queriendo nombrar el mismo mundo.

Atenas era un sueño. No quería haberlo vivido solo. Pero, como he releído tanto tiempo después en estas páginas, al final será un rumbo. Sobrevolamos Corfú, arcadia de la infancia de G. Durrell.
Y el mar jónico.
Atenas, hasta ahora era un nombre para mí, una hondura de la que manaban los mitos y, con ellos, mis sueños. Hoy podré tocarla con las manos. Piedra gastada, sueño intacto dentro. Sócrates, Teseo, Pericles, Jasón, Aristóteles.
Y Heráclito. Oigo mi voz. Panta Re. Porque las cosas todas las timonea el rayo.


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Hay una Acrópolis inaccesible, una muralla de tiempo. Toda la luz fue un eco, cada día repite su escalada, remonta la lengua como un río tranquilo, bucea las palabras. Y lo que nos sorprende es arrancar la leyenda de las piedras, saber que fue verdad, que la sangre manaba ritualmente, que los sacrificios levantaban humaredas sagradas, como razonamientos.
Juzgamos el salto al logos con ojos prejuiciosos. También aquí hay dioses .


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Volando a El Cairo, 1999


Estás aquí aunque yo atraviese el cielo, el Mediterráneo; estás aquí aunque viaje al desierto, estás conmigo en este avión camino a Egipto, tu amor ya no me deja. Aunque me alejo sigues fulgurando. Te miro y tu luz me alcanza, como si estuviese contemplando las estrellas. Te veo, todo mi cuerpo te siente aquí, aunque me alejo. Tú hoy eres todo el amor. Como este mar es el mar y este momento el tiempo.


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Asuán

Nubia, donde los misterios del sol y de la sombra se miran a los ojos. Te miran. Un latido salvaje viene de África e insufla la pompa de las dinastías. Guerreros negros y delicadas adolescentes. La voz sonando, la risa, como agua en los cántaros. En los secretos se camufla el tintineo de los abalorios.
Coptos, el Islam, y una tela con un verso bordado que hoy en la calle te decía:
“Mírame, tú que pasas, yo soy la luna”.

Y luego perderse en los jardines, bajo esa Luna casi madura, bajo Venus y Marte cegadores, junto al agua de la fuente, donde volvía a imaginar el susurro de una voz, la de Keyyam:

“Luna de amor que no conociste el ocaso,
que te remontas una vez y otra vez por el cielo,
cuántas y cuántas veces volverás a buscarme
en el mismo jardín, y todo será inútil.”


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Templos

Sobrevive el amor antiguo y la divinidad a la sucesión de las profanaciones. Picaron los relieves con cincel y borraron el rostro de los dioses. Molieron los sillares, los grabaron con cruces. Ladronzuelos abordaban al faraón en su lento navegar por siglos y dinastías.
Despegaban las láminas de oro de los obeliscos. Entraban en las últimas tumbas jugándose la vida. Morían empalados.

Y todo finalmente se derrumba, pero el amor espera nuestro paso y se manifiesta. Yo miro con tus ojos para que tú lo veas. En un rincón, el perfil de Cleopatra y en otro las pinturas, un techo con estrellas y los graffiti de más de 150 años. En la magnificación del poder iba también un archipiélago de besos. Porque al pintor y al escultor, también al arquitecto, les subió el amor, el sabor de los besos, a la boca. Y el tiempo ha estado bebiendo esa belleza.

Pero hay restos que resisten.


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Imagino al profanador entrando en estos templos. Sin conocer el significado de los jeroglíficos. Sin capacidad para interpretar los relieves o el sentido de las piedras.
Entrar con nuestros dioses y demonios en el templo del otro. Si todo amor es tanto profanación como veneración. Entrar y ver el cielo por el techo hundido. Dejar un pensamiento junto a columnas desvencijadas. O querer la posesión, modificar, construir una mezquita o un ábside.

Todo añade, da igual, y el templo queda, crece, se abandona, se llena de belleza.



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Gran muestra Carthier-Bresson en BCN

Lo dice Nishitami, con ciega confianza: somos seres luminosos que se asoman levemente en la penumbra de la nada, en el borde de lo efímero… Tantos rostros revelados, en el laboratorio, los ojos de Pound en aquel callejón lúgubre de Venecia en los setenta. Los niños sevillanos jugando a la crueldad de vivir, riéndose, y tal vez fustigando al niño cojo, que huye espoleando sus muletas clavileñas. Las caras de la muerte, los rostros del dolor, bajo cielos amenazadores de nubes oscuras. La felicidad, leve como una llama, como la vela que ilumina una sonrisa…

La cámara ha registrado todo lo inútil de nuestros empeños, los trabajos y los días de este mundo insólito. Todo es un concierto de seres indefensos, desorientados y bellos en su propio deambular. Nada nos salva, porque no podemos ser salvados. La esperanza está candente en nuestra mirada viva, en la alegría o el odio, y todo humea a nuestro alrededor; todo lo incendiamos con los ojos, con el amor, con la negación, con los tambores de nuestro corazón. Todo se incendia y se derrumba, pero seguimos apareciendo entre las sombras, surgimos de la penumbra y volvemos a ella, llenos de momentos, memoria de una llama en el mar del tiempo…


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