19 de mayo de 2007

Aprender a ser mortal












Lo que queda de Troya en Google Maps

Poemas y mitos iluminan el presente. No son cuentos antiguos, son arcanos que proyectan nuestro propio perfil más allá del tiempo. En medio de una sociedad secularizada y nihilista, en el centro de una polis que reclama más que nunca la construcción de una ética laica que sirva para todos y no implique recompensas supraterrenales, alguien vuelve a echar una ojeada al principio de todos los relatos: La guerra de Troya. Y es una mirada suculenta la de Javier Gomá en el libro Aquiles en el gineceo (Pre-textos), en el que se pregunta por qué un semidios abandonaría el más confortable de los refugios para dirigirse a una muerte profetizada (su madre lo había ocultado entre las hijas de Licomedes para que los griegos no lo hallasen). Pero, ¿por qué volver a Aquiles? Gomá lo identifica con un estadio ético hoy fundamental.

La modernidad siempre prefirió a Ulises, el héroe que sabe entrar y salir del fuego. Hasta Ulises, la nobleza estaba siempre por encima de la astucia y los héroes embestían de frente. Con Ulises, mimado por Atenea, eso cambia. De hecho él le hablaba íntimamente a la diosa (varias veces le requiebra: "Ahora, más que nunca, séme propicia"). Su astucia inventa el caballo de Troya, codifica una lectura pragmática de las reglas que otorga ventaja al jugador más despierto y cimenta nuestro mundo moderno. Pero, aunque la modernidad lo perdonara o lo pasase por alto, recordemos que Ulises también tuvo que elegir un día si acudía a la guerra de Troya. Sin embargo él, desde la astucia, trató de objetar, de librarse del compromiso heleno contra Troya, alegando demencia.

Cuando Menelao fue a reclutarle, sencillamente se hizo el longuis, y sólo la protección de su hijo Telémaco (cuyo nombre significa "batalla decisiva") le obligó a renunciar a su estratagema. Pero lo que hace muy distinto el calado de su elección si lo comparamos con Aquiles es el detalle de que sobre Ulises pende un augurio que se limitaba a anunciar que no regresaría hasta el vigésimo año y lo haría como un mendigo al que nadie iba a reconocer. Algo molesto, sí, pero no mortal. Y Ulises era rey de su isla esquiva, pero no inmortal. La fascinación de la modernidad con el héroe de la Odisea se alimenta también con su largo extravío, que tampoco deja de ser el camino que manaba de la pragmática astucia.







Rubens/ Van Dyck

La elección de Aquiles, hijo de la diosa Tetis, sería muy diferente. Él sabía que su decisión era entre una vida muelle y eterna, pero sin gloria -de la que el gineceo era sin duda un generoso adelanto- y el más breve y glorioso existir sobre la tierra, proyectando la sombra del héroe por antonomasia sobre los siglos de los siglos. Y aquí estamos una vez más hablando de Aquiles, en 2007, de su figura y de su aceptación del desafío de morir.

Porque de eso se trata, de nuestros tratos con la muerte. Asumir hoy la mortalidad, cuando nuestra sociedad oculta la agonía y desliza los cortejos fúnebres por las autovías de circunvalación, no resulta conveniente. Y dice el poeta más útil de la tribu:

Me cruzas, muerte, con tu enorme manto
de enredaderas amarillas.

Me miras fijamente.
Desde antiguo
me conoces y yo a ti.

Lenta, muy lenta, muerte, en la belleza
tan lenta del otoño.

Si ésta fuese la hora
dame la mano, muerte, para entrar contigo
en el dorado reino de las sombras.

J. A. VALENTE

No deja de resultar curioso que Javier Gomá invoque la decisión de Aquiles, el héroe ante el que palidecen los demás guerreros de la historia, para poner el acento en un punto novedoso: la asunción de nuestra mortalidad es un asunto político, porque importa a los miembros de la sociedad. Esto es cierto de muchas maneras, porque la implicación del individuo con sus semejantes, su capacidad de trabajo, su raigambre, su familia, sus ambiciones proyectadas en dimensiones humanas, sus meros sueños, incluso su inclinación a disfrutar del ocio, tejen la fuerza de una sociedad.

Inconscientemente, muchas culturas han mantenido un rito específico para el momento en el que el individuo abandona la niñez y se incorpora al mundo productivo y reproductivo de los adultos. La toga viril de los romanos o el Bar Mitzvah judío son dos ejemplos, cuya lectura armoniza en el libro con el mito de Aquiles, porque la llegada al mundo del adulto y el abandono de la niñez no son sino la templada asunción de la mortalidad propia y el abandono del halo de divinidad que irradia desde el esplendor de la infancia.

En definitiva, el libro de Gomá nos invita a reflexionar de manera pertinente sobre un dilema contemporáneo: por mucho que la sociedad se abandone a una especie de adolescencia sin fin, puramente estética y subjetivista, cuyo desarrollo no sabe ni puede esquivar el nihilismo que lacera nuestro mundo sin sentido y sin porqué, Aquiles en el gineceo nos afina para pensar hasta qué punto se puede objetivar nuestra existencia -la finitud de nuestra existencia- en los otros, en la sociedad, la polis, en nuestra aportación al continuo avatar del mundo. Al elegir asumir nuestra muerte, todos conectamos con Aquiles, un héroe cuya estela no se ha limitado a la cólera cantada por Homero, sino a su decisiva intervención en el momento clave de la historia, de Grecia -cuando Troya cae y ello termina con diez años de guerra por el dominio comercial del Egeo en los albores de nuestra civilización-, de su propia vida -al elegir la gloria de la vida mortal, pese a su brevedad, frente a la gloria olímpica-, y la de la nuestra -según el ejemplo que nos ofrece en su libro Gomá:

"Cuando elegimos una profesión en la organización social o concebimos por otro yo un amor ético que funda una casa, en esa misma hora el sujeto se está jugando su propia mortalidad. Aunque resulte extraño la finitud debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que ya esté dado o pueda uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse", dice Gomá en su libro.

Uno no puede evitar acordarse de otros mitos, antiguos y modernos, al abordar este asunto; y sobre todos, uno brilla, por su poética claridad. Éste:

”I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched c-beams … glitter in the dark near Tanhauser Gate. All those … moments will be lost … in time, like tears … in rain. Time … to die.”

Quien habla es Roy, el replicante de Blade Runner, un ser excepcional creado por el hombre metido a dios. Y entonces el clon ofrece esa lección de asunción de la mortalidad como amor a la vida misma en toda su humana dignidad. Claro que Roy lo sabe al final de sus días. El mérito trágico de Aquiles sigue siendo haber tomado conciencia y decisión en plena juventud.

Trágico como Aquiles o dramático como el clon, la aceptación de la mortalidad nos atañe a todos, como búsqueda de un sentido propio y ético de la vida, que nada debe a consideraciones que están fuera de lo humano. Que pueden ser importantes, pero que aquí no importan.

En definitiva, en una perspectiva actual y contenida, a la que otro buen poeta da su voz:

Matinales neblinas, tardes rojas,
doradas; noches fulgurantes,
y la llama, la nieve;
canto del cuco, aullar de perros,
silente luna, grillos, construcciones de escarcha;
el traqueteo del tren, del carro, niños,
amapolas, acianos, y desnudos
árboles de invierno entre la niebla;
los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura
de los muslos, de un cabello de plata, o de color caoba;
historias y relatos, pinturas y una talla.
Todo esto hay que pagarlo con la muerte.
Quizás no sea tan caro.

José Jiménez Lozano, El precio

1 comentario:

Rosenrod dijo...

Sí, pero sigue siendo tan difícil aceptar la mortalidad... sobre todo cuando probablemente no rocemos siquiera la gloria.

Un saludo!