6 de julio de 2006

La Casa de Graves en Deià



Imagen de la casa tomada en abril

Maravillosa, aunque breve, conversación mantenida con Guillermo Graves el otro día para publicar en ABC la noticia de la reapertura de la casa familiar en recuerdo de su padre Robert Graves: un lugar mágico de la historia cultural de España y del mundo. He aquí la crónica fiel de aquella conversación:

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Pareció que Robert Graves celebraba otro de sus cumpleaños. La gente se arremolinaba junto a su casa a las afueras de Deià, en la costa norteña de Mallorca. Buena parte del pueblo se acercó a beber a su salud e incluso se presentaron algunas estrellas de Hollywood. Así era antaño, cada 24 de julio, cuando Robert Graves abría su casa para celebrar su aniversario y los invitados podían compartir unos momentos con Ava Gardner o Alec Guiness. Pero, por mucho que se pareciera el ambiente de ayer, el motivo de la reunión era otro.

El presidente de Mallorca, Jaume Matas (que se llevó una bolsa, por cierto, de hortalizas del jardín /huerta familiar) y las estrellas hollywoodienses Michael Douglas y su esposa Catherine Zeta Johnes, presidieron, por así decir, el brillante acto social con el que se abrió la casa de Robert Graves, autor de «Yo, Claudio» y también de «La diosa blanca», escritor de «El vellocino de oro» y asimismo de «Adiós a todo eso», poeta entre los grandes del siglo XX y soldado en las dos guerras mundiales.

Después de meses de rehabilitación, la morada de Graves ha quedado como estaba en los años cincuenta. Su hijo Guillermo nos lo comenta, con ilusión no ajena al sentido del humor. Es cierto que hubo algunos discursos, pero asistimos, gracias a sus palabras, a la apertura de un centro de la cultura que ahora se ha recuperado. Los lectores, aquellos a quienes las obras de Graves, en verso o en prosa, conmovieron o cambiaron, tienen la posibilidad de asomarse a aquella intimidad un poco indómita que habitaba en la España de Franco, en una aldea agrícola aunque anticlerical, como él solía decir.

En el piso de abajo, relata Guillermo Graves, «todo ha quedado como en los años 40. Los mismos muebles y el mismo ambiente de cuando vivíamos allí». Están sus plumas, su tintero y las fundamentales tijeras, que en sus manos acuñaban el valor del corta y pega que hoy todos hemos asumido a través de la informática. Están su despacho y el comedor de entonces, alimento del cuerpo y del espíritu, y al lado se ha recuperado la cocina de carbón marca AGA, «el Rolls Royce de las cocinas».

También está la imprenta que trajeron con ayuda de T. E. Lawrence para fundar Season Press, editorial que vio el nacimiento de un puñado de poemarios allí mismo, junto con la factura de los aranceles de su importación. El jardín, según queda dicho, ha vuelto a florecer con árboles cuyos frutos el escritor recolectaba y luego mercadeaba.

Y en la planta de arriba la zona de exposición con sus primeras ediciones a la vista, con el fin de demostrar qué hay más allá de «Yo, Claudio», un autor de 144 publicaciones, el 60 por ciento de ellas en prosa. Allí también documentos históricos, la carta de Gertrud Stein comentada por Graves, otra de Churchill agradeciendo el envío de un libro, su discurso al aceptar ser hijo adoptivo de Deià, una conferencia de Cela, la carta de la Reina Isabel II de Inglaterra otorgándole una condecoración poética, misivas de Thatcher y otros políticos ofreciéndoles oropeles del poder que nunca aceptó...

Graves dio a Deià la carretera que baja serpenteando a la cala recogida y preciosa. Y, en 1963, tras cartearse con Manuel Fraga, y luchar contra la burocracia, logró que llegase la luz eléctrica. Por eso la apertura de su casa es, otra vez, un acontecimiento, para el pueblo, las islas, para todos nosotros.

----------------hasta aquí lo publicado

En abril, el pasado domingo de Resurrección, en la iglesia de Deià sonaba un fraterno y cálido canto gregoriano. La música era un verdadero imán para el espíritu de los curiosos que paseábamos junto al templo o para quienes buscábamos, para honrarle o saludarle, the Graves' grave, la tumba del escritor, en el pequeño cementerio de piedra blanca, a esa hora humedecido por una fina y temprana lluvia. Resonaba el cántico entre las piedras y resbalaba por las hojas hasta desaparecer en la transparencia.

Luego, por la tarde, bajando hacia la cala, el canto de las chicharras era un verdadero imán también para el espíritu de aquellos a quienes los árboles apenas lograban proteger de los rayos del sol. Música de sol y viento junto al mar. Turistas también, como paisaje inesquivable ya en las islas. Pero no importa, al horizonte, la música del mundo y honores a la Diosa Blanca.

Tantas palabras, mitos, historias, canciones idas con la brisa y vueltas a romper junto a la orilla incierta de aquello que creíamos fundado firmemente en este tiempo presente. Pero es ley que el presente se define y delimita por lo ausente. En realidad, nada nos pertenece. Y nuestro presente huye por ese mismo camino de las ausencias que alcanzamos a rozar pero que escapan como el agua entre las manos.

A veces, la mirada se nos queda así desnuda o perdida en el tiempo. Y es todo lo que tenemos.

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